Condensación y desplazamiento, eso hace el inconsciente cuando pone play a nuestros sueños. Varias cosas pueden juntarse en una sola, y una cosa puede darle a otra su sentido y su forma. Me acuerdo de que así me lo explicaron (Freud para giles) y enseguida entendí: como pasaba adentro, pasaba afuera. Dios, la Creación y sus mitos, la Ley con mayúscula, el norte de la brújula, todas esas presencias tenían el sentido y la forma de papá. Pero papá tenía el sentido y la consistencia de una sombra. El mundo, con sus giros más o menos programados, movía la sombra pero nunca llegaba a borrarla. Aparecía acá y allá, y yo siempre la encontraba. Como si la buscara inconscientemente (¡uy, Sigmund!). Leyendo poesía me di cuenta de que no era el único. ¿Por qué buscamos las sombras de los cuerpos y las cosas que ya no están en el mundo?
El segundo poema de Cuando se incendia mi casa nos confirma que murió el padre de Martina (me voy a referir al yo lírico con el nombre de la autora porque en estos versos nada es impersonal). Todo queda signado por la pérdida; más que un homenaje o una rememoración de sus Últimos ritos al estilo de Saroyan, lo que la hija inicia es una búsqueda (algo torpe, como toda misión impensada) de ritos nuevos. De una figura mítica que les dé sentido.
Martina queda girando impotente en el espacio que rodea al duelo. “Ahí no hay voluntad suficiente para el suicidio. Lo único que hay ahí es el lento paso del tiempo, de los minutos del día y los minutos de la noche, del alma posada en su contenedor terrenal” (Saroyan, 1982). Martina observa su entorno, lo que la madre y la hermana hacen con la ausencia, y calla, y se siente absurdamente sola. De golpe, está enamorada. Más precisamente, está al amparo de una sombra nueva, cuyo sentido, sin embargo, es familiar. En el fondo de una mente hay nombres más precisos que en la punta de una lengua; por eso el yo lírico habla de amor. Me animo a afirmar que se trata, en realidad, de un deseo compensatorio: Martina quiere comprobar que hay una luz en el enamorado, quiere arreglar las miserias de este porque no puede arreglar las propias. Quiere que ese amor sea valorado por el otro. (Quiere llenar el abismo que su padre abrió al morir.) ¿Pero cuántas horas nocturnas puede una pasar dándole vueltas a un objeto sin pliegues? Me responde una canción de Leiva: “No llega el día /Quiero sentir otra velocidad /Tramando alguna atrocidad / Y sí, me da miedo mi actitud”.
Ese miedo se adivina en las idas y vueltas de Martina, en su tránsito del amor a la muerte del padre y viceversa. Después de todo, morir absurdamente es menos atroz que amar absurdamente. Y en efecto, el enamorado no resiste tanto deseo, ni lo entiende, ni lo compensa; finalmente, solo le produce a Martina un cansancio anodino. Es que, para complacernos en nuestra indigencia, todes somos capaces de amar a un imbécil.
“Ahora me siento un poco tonta”, escribe Martina al abrir los ojos. Y más adelante: “entendí que a veces el recuerdo /de mi viejo /ocupa mucho espacio”. En esa tesitura, hay algo que le pesa: “ya no sé hablar con mis amigas /solo sé invocar”. Acá está la clave para desentrañar el duelo y lograr, por fin, un desplazamiento hacia afuera: la red-ención se encuentra en la sororidad femenina, en la comunión con sus amigas, con su madre y con su hermana, no en la aprobación sombría de una posible figura paterna. Hay dios, y Ley, y norte fuera de la sombra. Hay paz.
Cuando se incendia su casa (con todos los sentidos y formas que en ella se condensan), Martina encuentra sosiego, una luz en su existencia.