Debe ser la época: todo me parece una casa. Abro el poemario de Guille Villani, ingreso por el primer poema y me tropiezo en el umbral con una sentencia lapidaria al yo poético: “Todo lo que decís es mentira”.
Sigo el recorrido con ese verso resonando en mi interior. Dudo de todo lo que el yo poético recuerda, de las cosas “que pasaban y no pasaban”: el miedo a las tormentas, la mensajería entre pupitres, la electricidad de los primeros besos, los modos de enfriar el té, de no enfriarse. “¿Por qué miente? ¿A quién le miente?”, me pregunto, si él mismo percibe que las palabras (las mentiras) no alcanzan para resistir el olvido. Pero igual nombra la ausencia, igual se engaña. Casi como esa viuda ilusoria de Nitsuga, que a todo le pone el nombre de su difundo Héctor. Pero casi nomás, porque la esperanza del yo poético en El tiempo de las flores no es dorada como el bronce y, si lo fuera, daría lo mismo porque esta casa no tiene luces para hacérnoslo notar.
En la plenitud de su Caída (2017), Villani nos había advertido: “No necesito luz /para sentir /diamantes planetas /incendios casas /alambres plantas”. Aquí la oscuridad es un requisito para conjurar la ausencia; corresponde a “un pozo un agujero”, a un espacio para regar (o engañar) la memoria, “un altar” en el que un día habrá flores. Corrijo: en el que un día podría haber flores. ¡Quién sabe! En todo caso, lo importante es sentir la flor que crece, llenar con tierra el vacío de la casa para que la naturaleza, como unx, pueda penetrar en ella y recorrerla. ¿Qué es la ausencia sino, y paradójicamente, una adherencia móvil que nos recorre de los pies a las letras?
El yo poético no puede refugiarse entre paredes de cemento; necesita el amparo de la naturaleza. Por eso esta casa en sí misma es una mentira, por eso un día va a demolerla el olvido; la naturaleza, por su parte, va a permanecer vigente e inquieta, bajo los pies del yo poético, alrededor de él, en su interior. No es casual que, mientras esta reseña se escribe, Guille Villani esté rodeado de esperanza y flora andina.
Pero entonces, ¿cuándo es (cuándo será) el tiempo de las flores? Quizás nunca. Quizás quede en la memoria del yo poético como el “Futurito” de Nahuel Briones, inolvidable. Como esta casa que no existe. Y quizás, esta se hará más breve cuanto más se agrande y envejezca el corazón de quien la construyó.
Salgo al último poema como quien sale al jardín: expectante. No hay nada. Y el yo poético me dice: “tal vez el amor sea solo esto /creer que hay un lugar /a donde llegar”. Me siento engañado. ¿Me engañó él o me engañé yo mismo mientras recorría el poemario en busca de las flores? Mea culpa. Él ya me lo había advertido: “El mayor problema /no fue decirlo /fue creerlo”. ¿Quién no se ha engañado alguna vez en lo peor de la ausencia?
Punto final. Llego junto al yo poético a una triste conclusión: el de las flores es también el tiempo del desengaño.